Por: Carmen Muñoz de Gonzalez
Villa de Cura, estado Aragua, VenezuelaRecordando.
Hay pueblos cargados de tradición, de saberes populares, de misticismo
mágico que envuelve a sus habitantes en los más dulces recuerdos o de
asombro. Aquí estoy, sentada en mi poltrona. Oigo a lo lejos las
campanas de la iglesia que llaman a Misa. Están dando el segundo toque y
allí asoma a mi mente el cuento de Lucio Pata de Turca. Como por obra
de magia me interno en mis pensamientos y oigo el relato de ese buen
hombre y el peculiar oficio que solía desempeñar en el pueblo.
Muchas veces los personajes se mezclan con el bullicio de la gente y
este es el caso de Lucio. Hombre de contextura fuerte, fornido, color
ébano, de pasos firmes, solitario en su andar. Con ese caminar triste y
desolado, con sus enormes pies descalzos. Evocando las penas del
alma. Arrastrando un no sé qué en sus ojos fijos.
Parece
un coloco imitando a los dioses griegos, semidioses realizando las más
célebres hazañas en el Olimpo de la vida.
Hace su recorrido
siempre igual: la misma calle, el mismo paso, para irse a descansar en
algún zaguán al frescor de la tarde en las calles solariegas, llenas de
muchachos que acuden al pregón del que vende su dulcería para la rica
merienda. Granjería criolla del ayer.
A pesar de andar
descalzo, con aquellos pies curtidos por el tiempo, agrietados y
polvorientos, que ya habían hecho callo natural para protegerse de lo
árido del suelo, usaba paltó. Pantalón arremangado hasta la canilla
dejando ver su más preciado tesoro...¡Sus pies descalzos!
Tenía un oficio excepcional: llevaba a cuestas los pobres de solemnidad
que morían en el único hospital regentado por monjas. él era como una
carroza fúnebre ambulante. Al fallecer alguien, inmediatamente enviaban
un emisario a buscar a Lucio Pata de Turca. Él, muy respetuoso y fiel
cumplidor de su trabajo, se preparaba para la ejecución del mismo.
Montaba al finado a cuestas y derechito emprendía su caminata. Al pasar
por la Plaza Bolívar, a un costadito, en un banquito, colocaba la urna y
con el más sabio ritual, sacaba su carterita de aguardiente - pago
anticipado de su trabajo - y jalaba un trago para agarrar fuerzas hasta
la última parada, la parada final: el Camposanto Municipal. Allí estaba
lista la fosa, pues como dice el proverbio: tierra somos y en tierra
nos convertimos. Echaba el cadaver en la sepultura y pa'trás con la
famosa urna de la caridad, tétrica, cubierta con fina tela de gamuza, a
entregarla en espera de un nuevo encargo.¡Dios nos libre! Tiempos que no volverán
(Cuentos de mi pueblo)
Sitio web de la imagen: http://palabrasmaldichas.blogspot.com/2011_05_01_archive.html

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